domingo, 13 de septiembre de 2015

Un otoño como otro cualquiera (o no...)

Sobre el cambio de estación, el final del verano, el comienzo del otoño, las melancolías, propósitos y otras vicisitudes existenciales habituales por estas fechas y -¡pido perdón!- un poco, muy poco, sobre la Diada y el movimiento independentista de Cataluña



Hay estos días, como cada año, una pugna entre el otoño y el verano por hacerse con el control del tiempo. El verano se resiste de dejar el escenario y cuando parecía que su función había terminado, reaparece en todo su esplendor, con un sol radiante como un foco cenital. El otoño, a su vez, hace una aparición en la escena, despliega ante los espectadores sus encantos de temperaturas templadas, brisa, ramas que se mecen, hojas caídas, alguna lluvia que limpia el aire y hace olorosa la tierra, aunque no tanto como las poderosas tormentas del verano y cuando parecía que había tomado el control absoluto de la función es expulsado súbitamente detrás de las bambalinas por el verano.


Hace apenas quince días el verano y, sobre todo, el sol parecían eternos. Apenas el acortarse de los días, alguna tregua de insolación otorgada por un toldo de nubes, y el alivio del frescor de las noches deshacían tal espejismo de eternidad. Cada año es lo mismo. Y cada año se produce la misma sensación de largueza, de duración, de infinito. Un sol que abrasa y deslumbra, inclemente, que no se aplaca, capaz de iluminar y calentar por siempre jamás. Pero apenas asoma su patita el otoño por debajo de la puerta, como el lobo del cuento empeñado en comerse a los tres cerditos, nos sentimos tentados a guardar las prendas ligeras, la manga y el pantalón cortos, a despedir el descuido del atuendo veraniego, la comodidad del vestirse rápidamente con  muy pocas pocas prendas, y a sacar del armario ropa de más abrigo, mangas y pantalones largos, chaquetas o cazadoras ligeras, y entregarnos a la melancolía del paso del tiempo. Otro verano que se fue, con sus realizaciones y sus frustraciones, con proyectos, los más, que no se cumplieron y otros, quizá tan sólo unos pocos, que sí lo hicieron. 

Una melancolía cíclica, recurrente, común y algo estereotipada, pero no por ello menos verdadera, con resonancias de "el Final del Verano" del Duo Dinámico or "The Boys of Summer" de Don Henley. Y es que el que se vuelve de la playa la añora, pero el que se queda, también se siente solo y tristón ("Nobody on the road, nobody on the beach; I feel it in the air: Summer´s out of reach" :(( ). 

Con el final del verano llega el tiempo de los propósitos, como semillas germinadas por el efecto de la luz y el calor, la resolución de hacerles un hueco al ocio y la diversión en la rutina diaria, de no dejarse fagocitar por el trabajo, el deber y la obligación, de que todo ello no nos chupe hasta la última gota de energía, de no sucumbir al sedentarismo y hacer más ejercicio o deporte, de cuidar más la alimentación, de leer y saber más, y hasta de dejar de fumar, los que aún lo hacen, aunque esto último, creo yo, es más habitual justo después de sonar la docena de campanadas y engullir la de uvas. Los quioscos y tiendas de prensa se convierten en bazares donde toda variante del coleccionismo puede ser satisfecha. Los niños vuelven al colegio, las editoriales de libros de texto esquilman los bolsillos de los padres, rematando el gasto de las vacaciones, además de que siempre hay algún libro difícil de conseguir, para preocupación exagerada de los padres e indiferencia completa de los hijos. 

Pero no todo es igual. Muchos niños de hoy no sienten emoción ante los libros y el material escolar nuevos. No se entregan a la ilusión de imaginar un curso cargado del placer del aprendizaje, de la lectura, de la escritura. Se les ve más bien como imagina uno al trabajador de una fábrica que abre su taquilla en septiembre y encuentra el uniforme de siempre, gozosamente olvidado durante unas semanas de vacaciones, y jodido por el madrugón. Oír a un niño de 12 años decir “llegó el puto día” es bastante descorazonador, aunque por suerte regresó del colegio mucho más contento, aunque tratara incluso de disimularlo un poco, por el reencuentro con sus compañeros y quizás más aún con sus compañeras, a buena parte de los cuales llevaba cerca de tres meses sin ver. Y dan ganas te dan de decirle: "hijo, ya sé cuando estás con tus amigos no paráis todos de tacos; pero, coño, al menos en casa no lo hagas".

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Estaciones, ciclos, circularidad, déjàs vus, pero que esconden cambios importantes y hasta trascendentales. El niño que empieza a ir a la guardería; el que la deja la guardería y empieza a ir al colegio, el adolescente que empieza el instituto o el chico o chica que empiezan la universidad; la pareja que ha alcanzado la certeza de que no se soportan o que la frialdad los ha invadido y que es inaplazable la separación o, al revés, a la que el verano les ha traído un gusto por la compañía mutua y una pasión que creían idas para siempre, y que han borrado cualquier duda de continuidad (aunque las estadísticas dicen que las vacaciones de verano están más cargadas de energía centrífuga que centrípeta). Y las más, las que siguen en el más de lo mismo, ya sea convencidos de su felicidad, siempre relativa y con altibajos, o simplemente escépticos de que pueda darse algo verdaderamente distinto en sus vidas. 

El 11-S va quedando enterrado en el olvido, al menos por estas latitudes, y la Diada se hace más presente que nunca. Cierto que es una melodía muchas veces escuchada, cansina; pero se intuye que puede inaugurarse una nueva etapa. Ahora bien, digan lo que digan las urnas, seguirán los tiras y aflojas, los cientos de páginas de prensa diaria sobre el tema, horas de radio y televisión las declaraciones de los políticos, sus reproches, afrentas, amenazas, poses y bravuconadas. El tema catalán del que muchos ciudadanos se confiesan hastiados. Unos pintan el paraíso de la independencia. Otros, el infierno. Y en un mundo desarrollado donde parece que las emociones políticas, que las grandes causas colectivas no ilusionan, que todo se rige por el pragmatismo y la frialdad, con lo material como centro, uno se sorprende por el ardor del nacionalismo en un mundo que las más de las veces parece poblado por tibios o hasta gélidos, por descreídos totales de la política, y donde todo hecho colectivo suele tener un tono festivo y ocurrir en un nivel epidérmico. Curioso. Lo que me apena es constatar que un gran motor de todo ese inusual apasionamiento por una causa política son las fantasmagorías del supuesto menosprecio y hasta cierto odio que nos profesan los otros y a los que, por tanto, hemos de pagar con la misma moneda, de la persecución y la opresión sostenidas secularmente, y la creencia naïve y mítica en una Arcadia feliz, en la cual todo será distinto y, por supuesto, mejor.
Imagen (Rtve.es)
En fin, que uno piensa que la pasión podría encontrar cauces mucho más gratificantes y positivos tanto individual como colectivamente; pero así son las cosas. Es posible que, como decía, mejor dicho, dibujaba el Roto recientemente: el lobo habite entre la espesura del bosque de banderas. Me gusta la palabra bandera en francés, drapeau, ya que suena como trapo. No es que aspire a limpiar la suciedad con la mía, ni tampoco con la ajena; pero menos aún a venerar ninguna bandera, a creer que una bandera, la que fuere, encierra grandes valores, esencias, el alma de un pueblo, y que deben ser esgrimidas ante el enemigo exterior, al que hay que forzar a respetarla. Pero, bueno, puede ser que estas brisas otoñales, que nos pillan con el cuerpo muy hecho ya al calor, me hagan sentir un frío desproporcionado, y asistir a estos acontecimientos con la extrañeza de quien contempla calmado a una rara y agitada especie.